sábado, julio 12, 2008

El cantante de bodas (IV)

Hace un tiempo, antes de que decidiera apoderarme de los micrófonos, asistí a la boda de unos conocidos. El líder de la orquesta estuvo terrible. Se le veía nervioso, sus piernas se movían pero no al ritmo de la música, su camisa se empapó mucho antes de que la fiesta llegara al éxtasis y su voz alcanzaba los altos en momentos inapropiados. Su triste imagen se me quedó grabada y se me presentaba de vez en cuando. Unas semanas antes de la boda de unos amigos el recuerdo del cantante fallido retornó a mi cerebro. Esta vez el recuerdo no me causó pena, ni gracia, sino nerviosismo. Creo que por primera vez pude comprender la magnitud del desastre de mi colega, sumergirme en su drama, sentir el micrófono deslizándose por mis dedos. Estaba tan aterrado que empecé a evaluar no acudir al casamiento. Sin embargo, la fuerte amistad que me unía a los novios pudo más que mis temores. Al llegar no tenía un repertorio pensado, ni excusa que me permitiera eludir el pedido de un invitado insensible ante mi drama. Cuando llegó el momento de mi tradicional incursión, la presión en el pecho se había transformado en las llamas propias de una dispepsia. Y entonces cuando yacía apoyado en un muro con la corbata a medio nudo apareció ella. Una canción de un grupo que me encantaba en mi niñez fue lo primero que le alcancé a escuchar cantar. Se le veía radiante armada con el micrófono y con los reflectores fijos en su aparente frágil cuerpo. El dolor en el pecho me obligó a salir a un balcón a tomar aire. No recordaba que me hubiera ocurrido en el pasado una situación parecida. Y esa fallida remembranza era una imagen en blanco acompañada por una voz de niña.